miércoles, 23 de enero de 2008

LOS GRITOS DEL SILENCIO


Clara se sentía extraña aquella noche. El miedo se olía en el ambiente y la gente temía un ataque inminente. Eran una navidades tristes, grises, como los uniformes de los enemigos y amargos como la derrota que sin duda padecerían en pocas horas. Ella quería olvidar y jugaba con una muñeca rota esperando que las cosas cambiaran. Aunque en verdad, no sabía qué cambió quería, se había criado en la guerra, y le costaba imaginar un mundo sin ella. Oyó cómo su madre tosía y maldijo a los hombres de gris que traían el invierno y la enfermedad envueltos en sus cañones.

El mal tiempo podría posponer el ataque, pensó el coronel cuando vio la densa neblina que se le había enganchado al corazón.
Deseó con todas sus exhaustas fuerzas que el frío le helara la conciencia y le adormeciera los escrúpulos.
De repente sintió una pereza que casi le paralizaba. No quería volver a empezar, no quería sentarse en un sillón y jugar con sus hombres como si fueran fichas del parchís.

No quería más medallas inscritas con sangre, no quería más güisqui para dormir, ni tan sólo quería imaginar lo que harían su mujer y su hijo en aquel momento.
Había perdido el norte, ni tan sólo sentir añoranza porqué llevaba tanto tiempo en aquel rancio barranco, que dudaba de que hubiera mundo fuera de él, y, lo peor, había dejado de importarle; supo que ya no había vuelta atrás. En el mejor de los casos, aunque ganara la guerra y volviera a casa, con su mujer, seguiría oyendo los gritos.
Nunca cesaban, ni por la noche cuando callaban las bombas, ni cuando encendía la radio a todo taco, ni cuando las agujas heladas de las ducha le anunciaban un nuevo día.
Se acordó de que era Navidad e intentó buscar en la memoria algún recuerdo azucarado que le recordaba que estaba vivo. Pero nada, sólo vacío.
Era incapaz de recordar que hubiera pasado unas navidades en familia y estaba seguro que si en aquel momento le hubieran jurado que él nunca había tenido otra vida antes de la guerra, se lo hubiera creído. Lo que más le preocupaba es que por un minuto no recordaba contra quién luchaba, se había olvidado incluso de cuál era el color del uniforme de sus enemigos.
Clara sí que recordaba su últimas navidades: entonces sus dos hermanos estaban vivos y la llevaban a caballito por toda la casa. Hacía cuatro años que su pequeño pueblo vivía sitiado por un conflicto que no alcanzaba a comprender. Decían que sería aquella noche, decían que el ejército entraría empañando de más sangre aquella pequeña localidad que hasta ahora no salia en los mapas y a la que ya no le quedaban ni venas para sangrar.
Tendría que ir al refugio, oír silbar los misiles y rezar para que las cuatro paredes que le habían visto nacer resistieran airosas al bombardeo.
Tal vez el frío les hiciera detenerse...se fueron al refugio antiaéreo y su madre sacó de la fiambrera algo parecido a una comida.
El hambre gruñía en el estómago de Clara y supo que por mucho que comiera oiría siempre ese gruñido que ya formaba parte de ella.
Se tapó lo oídos para no escucharlo y para no oír tampoco el ruido de los cañones.
Era un buen día para el ataque -habían decidido sus superiores- sería el golpe definitivo, llevaban cuatro años esperando y por fin podrían entrar en aquella maldita población, y arañar un escuálido permiso que ya olía a ron y a caricias furtivas. Un mes no serviría para acallar los gritos e incluso la idea de tener que mostrarse contento y feliz le produjo pereza.
Sus piernas pesaban demasiado como si hubiera condensado todo el frío de la guerra, pero seguían caminando y le guiaron hasta la trinchera.
La inercia guió su mano y ordenó el ataque sin pasión, sin motivo , sin lógica de forma absolutamente automática.
No recuerda lo que pasa en los siguientes cuatro horas. Nunca recuerda lo que pasa.
Ni en las batallas, el ruido y el descontrol sumen a su alma en un letargo del que no puede despertar hasta que el silencio de los cañones reina sobre el lugar.
Ella, en cambio, si que recuerda exactamente lo que oyó: ruidos infernales, destrucción, trozos del techo cayendo sobre su familia y un silencio roto por el hostil ruido de los megáfonos que ordenaban a la población lo que debía hacer. Debían entregarse, debían presentarse y esperar a que alguien decidiera qué hacer con ella. No era la derrota lo que más le dolía- eso nunca fue importante- lo que no aguantaba era la mirada de su madre que sabía a hambre y esa tos fea que se había pegado a su cuello.
Tenia que hacer algo, pensó mientras que caminaba cabizbaja entre los escombros.
Debía hacer alguna cosa para evitar que su madre muriera, si pudiera mejorar su dieta, tal vez tuviera una oportunidad........
Los soldados bromeaban mientras descargaban cajas de leche.
"Robar es malo, pero peor es matar o morir, -pensó Clara-, una caja tampoco pesa tanto",.
Era pequeña y escurridiza, tal vez con un poco de suerte...con la fuerza del desespero y la audacia del hambre...
Clara esperó a que los soldados no miraran y se precipitó sobre la caja, como un náufrago aferrándose a la tabla de salvación. Corrió y corrió pensando que sería más rápida que los soldados que la apresaron y la llevaron al cuartel.
No le dolieron las manazas de los soldados reteniéndola, zarandeándola: le dolía el sueño perdido, el pedazo de vida para su madre que había sido tan solo por unos mismos segundos.
El coronel tenía que empezar el trabajo más sucio: decidir a quién ejecutaban, quién deportaban y a quién condenaban a morir, en aquel tipo de decisiones, pero ahora le eran indiferentes.
Mas rutina más papeleo, más fatiga no podía sentir absolutamente nada. Una niña, sí doce años,si ladrona si ,estraperlista si, debería condenarla. No le importaba demasiado, solo era protocolo.
El invierno había helado su corazón, pero aquellos ojos... la niña tenia unos enormes ojos negros más marcados aún, debido a su excesiva delgadez y a la palidez de su rostro.
Pero esos ojos no eran suyos , los había robado y eran tan antiguos como la humanidad.
Eran los ojos de la adolescente a la que le robas su primer beso, eran los ojos que te encuentras mirándote al espejo la primera vez que amas, eran los ojos de la impotencia de la rabia traicionada.
Eran unos ojos en los que se reflejaba él mismo, ya de mayor, sin sueños, pero con memoria para recordar que una vez los tuvo. Sufrió una catarsis y de repente el frío empezó a doler, pudo de nuevo escuchar que tenia una familia esperándole, pudo recuperar por unos segundos la fe en la vida. Aquellos ojos conducían ríos de lágrimas contagiosas, que saltaron a los suyos, notó aquel agua que hacía años que le refrescaba su cansada vista. Sus ayudantes intentaban a condenar a la niña, pero el supo que si lo hacía perdería para siempre la única oportunidad de dar marcha atrás, de sentirse de nuevo humano, era una sensación extraña pero agradable, dulce suave, casi balsámica.

El coronel pensó en si la navidad tendría algo que ver con todo aquello. Y Es que aquella mirada tenía que ver con las navidades perdidas con las esperanzas perdidas que quedaron por el camino con la hegemonía apagada. Tal vez era cierto que hacía casi dos mil años, un tipo había nácido , para que guerras como estás no existieran.
Su muerte no había servido para nada como tampoco las de todos los inocentes. Nada servia, para nada y tan sólo el encanto de esos ojos le hacían recuperar la esperanza.
La niña no entendía nada, tenia miedo y la mirada de aquel hombre le inspiraba una confianza .A la que no queria acostrumbarse se hizo que todo el mundo se fuera y se quedo a solas ,con ella, le
que npreguntó qué había estado haciendo durante aquellos cuatro años sus palabras dolían pero aquel dolor le recordaba que estaba vivo, por primera vez en mucho tiempo.
La niña a al que había de condenar tan solo quería leche para su madre el mundo estaba loco si alguien con la vida por estrenar había de morir por intentar salvar la vida de su madre.
Se acabaron los castigos, se acabó la incomprensión se acabó el odio. Aquella noche, el coronel organizó una fiesta entre la población y sus soldados se repartieron los víveres.
Al principio nadie se fiaba de nadie pensaron que el coronel se había vuelto loco.
Pero poco a poco se fueron mirando a los ojos el efecto que había tenido el coronel la mirada de Clara se fue repitiendo.
Todos vieron aquella expresión que algún día había tenido en su rostro.
Es difícil odiar cuando se mira a los ojos y ves un pedazo de ti en la otra persona, nadie se odia a si mismo.
Todos tuvieron la certeza de que si los enemigos se pudieran mirar a los ojos no habría más guerras, y si el frío no congelaría las esperanzas que en aquel momento milagrosamente, había recuperado La gente bailó , cantó y olvidó durante unas horas que había guerra.
Duró muy poco, las bombas del bando contrario acabaron con la fiesta. Cuando recogieron los
cadáveres encontraron el cuerpo del coronel intentando proteger a una niña de ojos negros.

EL LLOP ENTREMALIAT

Una vegada hi havia un bosc on els rierols i la verdor creixia en tot el seu entorn .
Dins ell tota classe d’animalets hi vivien lliures i feliços.

Però una amenaça cercava els seus indrets; s’acostava la tardor i en aquell bosc tant bonic aviat apareixerien els caçadors.

Una parella de llops que allà hi vivien tenien un fillet tant entremaliat que els seus pares estaven molt preocupats.

Un dia, el llop petit, va sentir l’arribada dels caçadors. Encuriosit l’hi va dir al pare:

- Tinc moltes ganes de veure els caçadors; em semblen uns éssers molt misteriosos.

- No pensis pas en veure’ls!-va contestar el seu pare- Només volen caçar llops jovenets per la seva pell lluenta i fina. Recorda que a ells això és l’únic que els hi agrada.

Havien passat uns quants dies d’aquella conversa. Els pares varen haver d'anar a cercar menjar i li van dir al seu fill:

- No surtis del cau perquè ronden els caçadors i no voldríem tenir un disgust.
- No patiu pas, que no marxaré – va contestar el llop petit amb uns ulls plens d’alegria.

Era tanta la curiositat que sentia que, tant bon punt van marxar els pares, amb un tres i no res ja va ser al bosc.

Però, efectivament, els caçadors estaven amb els ulls ben oberts, vigilant per si veien el que a ells tant els hi agradava: un llop jovenet i bonic amb una pell molt lluenta.

De cop i volta varen veure que rere d’unes mates hi havia un llop petitet que els estava mirant i, tot d’una, el varen voler caçar.

Va tenir un esglai tant fort que se’n va anar amb una ràpida correguda al cau.

Quan va arribar a casa seva, es va trobar amb els pares. En veure’l amb aquell gran panteix, que quasi s’ofegava, van suposar que no havia acumplit la paraula donada i que havia anat a veure els caçadors.

Els pares van voler saber la veritat; per això l’hi van preguntar si havia anat a veure’ls.

Ell, amb el cap baix i tremolant encara per l’ensurt els va dir:

- Si, però n’estic molt penedit per no haver fet cas del que em dèieu; os ben asseguro que sempre, sempre, sempre faré cas de tot el que em digueu. Sabeu? he passat tanta por per no creure.

En veure’l, veritablement, tant penedit, va ser perdonat pels seus pares, ja que, confiaven en la paraula del seu fillet.

Aquell llop petitet es va fer gran i va ser per sempre molt feliç dins del seu estimat i bonic bosc ple: de roures, de pins, de matolls, de romaní, d’espígol i de milers de flors boscanes. Que feliç va viure junt amb la seva formosa companya i els seus fillets entremaliats.




Mercè Gambús